lunes, 25 de junio de 2012

Una madre indignada



Durante varias tardes del mes de mayo acudí a la clase de mi hijo para, dentro del proyecto de su clase, los peixos, hacer unos peces de papel mache. La profesora se había enterado de la obsesión de mi marido por el papel mache, que durante una temporada empapelo todo lo que se le puso delante, y nos invitó a colaborar en una de las actividades de la clase. Esperaba acabar en una tarde, ilusa de mi. El primer día salí frustrada y agotada. Nos habíamos dividido en 5 grupos, de forma que nos encargábamos de 5 niños por adulto y, madre mía, el trabajo que cuesta atenderlos a todos de forma individual, con sus distintos ritmos, sus distintas motivaciones y sus distintos caracteres.


Después comprendí el proceso, (escucha y observación para conseguir primero su atención y después su participación, involucrarlos en el juego y a través de él en el aprendizaje) viví el esfuerzo que requiere y la compensación, un acuario de peces con ojos grandes, pequeños, peces tiburones, peces rápidos, peces con antifaz, peces sonrientes, enfadados, abollados, coloridos… pero todos peces orgullosos de su trabajo y de sus logros. Y lo comparé con la educación que yo tuve; éramos tantos que no había tiempo para individualidades, el maestro daba su clase, y nosotros, según nuestras capacidades, recibíamos un programa y aprendíamos a obedecer, acatar como bueno lo que nos decían, y como mucho, a criticar en el patio. Y lo aprendimos bien, a lo que se ve.
Somos una sociedad pasiva. Nos dicen que van a recortar los recursos para educación, la sanidad, los derechos de los trabajadores… y maldecimos y nos quejamos (igual que hicimos en el patio, pero ahora, en casa o en el bar). Cuando toca hacerse oír, manifestarse, organizarse o participar, tomar un papel activo, entonces pensamos que no nos toca a nosotros, que lo público no es de todos, que es de nadie y que tenemos cosas mejores que hacer, que no sirve de nada porque total hacen lo que les da la gana. Puede que sea cierto, y acaben haciendo lo que les da la gana, pero no tenemos derecho a quejarnos sin hacer antes lo que está en nuestras manos para cambiarlo.
Como padres formamos parte de la comunidad educativa, hemos contraído un compromiso común (expreso, con la escuela de nuestros hijos y tácito con la sociedad).
No puedo hablar por los demás padres, pero puedo hacerlo por mí.
Quiero que mi hijo sepa mirar el mundo de una forma crítica y responsable, que sea un sujeto activo en la construcción de una sociedad de todos. Para eso necesito la colaboración de la escuela. No es posible si las aulas se masifican, si las escuelas se quedan sin recursos, si el trabajo de los profesores se minusvalora. Por eso entiendo que mi deber como madre es ser responsable y activa, hacerme oir, participar en las asociaciones creadas para defender nuestros intereses comunes, en las iniciativas ciudadanas que muestran su indignación ante los recortes. Es incómodo, da pereza y requiere esfuerzo pero lo compensa el sentirse congruente, persona, parte de la sociedad y no masa (pasiva y cabreada).
Yo creo en la escuela pública, porque creo que la educación es un derecho y no un privilegio. Me indignan los recortes, me indignan nuestros representantes y me indigna nuestra pasividad. El gobierno tiene el deber de proveer los medios para que se cumpla, y nosotros la obligación de, al menos, recordárselo.

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